Newsletter

A mediados de junio viajé a Lima para dictar un taller de autoprotección física a periodistas de cinco emisoras rurales de diferentes lugares de Perú. Allí conocí a Elsa, la única mujer que hacía parte del taller. Trabaja en una emisora rural de la región de Cusco.

Conocí a la profesora Lucía en San José del Fragua, Caquetá. Ella es una de las treinta personas que se inscribieron al diplomado sobre periodismo local de Consonante a finales de mayo. Lucía trabajó durante cuarenta años en la Institución Educativa Parroquial del municipio y fue testigo de las incontables tomas guerrilleras y masacres durante las décadas más crudas del conflicto.

Casi que desde que existimos nos enseñan o aprendemos a utilizar la comparación como una herramienta para sobrevivir. Una forma de ver el vaso medio lleno. Y en esa dinámica, siempre alguien va a estar más jodida que nosotras. Eso sentí en mi visita a Guatemala, en mayo.

La semana pasada viajé a Noruega para asistir a un congreso sobre libertad de expresión. Como era de esperarse, la desinformación estuvo en el centro de varias discusiones. Era el elefante en la sala. “¿Quién debería asumir la mayor parte de la culpa de la crisis de desinformación que enfrenta el mundo?”.

La semana pasada, en El Paujil y El Doncello en Caquetá, reunimos por primera vez cerca de trescientos estudiantes y docentes de bachillerato para hablar en conjunto sobre redes sociales, Internet, inteligencia artificial y medios de comunicación.

Esta semana publicamos nuestra investigación sobre el gasto de publicidad oficial en la Alcaldía de Barranquilla, en cabeza de Jaime Pumarejo, quien en dos años y medio gastó 94 mil millones de pesos. Este fue un estudio especialmente difícil de realizar por los obstáculos en el acceso a la información que impone la administración barranquillera.

Tres años después de las denuncias de perfilamientos a periodistas realizadas por el Ejército, indagamos sobre las nuevas tecnologías con capacidad de vigilancia que está adquiriendo el Estado. Sin embargo, cada vez nos surgen más preguntas (sin respuestas): ¿por qué vigilan y clasifican sólo las publicaciones periodísticas relacionadas con la fuerza pública?, ¿qué datos han recolectado?, ¿cuál es su finalidad?, ¿quién lo autoriza? y ¿qué herramientas tecnológicas utilizan?

En el 2022 registramos 218 amenazas, la cifra más alta en los últimos quince años, y el asesinato de los periodistas Rafael Moreno y Wilder Córdoba. Así como ellos, en el país hay decenas de periodistas ciudadanos que aprendieron su oficio de manera empírica y que son atacados por las figuras públicas, entre otros actores. Entonces, ¿cómo proteger a la prensa en un país violento?, ¿cómo hacerlo si los gobiernos y los actores políticos la estigmatizan y desacreditan? y ¿quiénes son estos nuevos guardianes del territorio?