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jueves, 06 febrero 2020

Algo anda mal en la calle

Antes de terminar el 2019 la FLIP invitó a cinco personas (periodistas, activistas y artistas) que fueron censuradas a conversar sobre libertad de expresión. Sus reflexiones sobre el espacio público resuenan como una cacerola. Una noche, a unos artistas que estaban pintando un mural en Bogotá les cayó de sorpresa un operativo militar: soldados armados los rodearon y con rodillos y baldes llenos de pintura blanca parcharon la obra y la destruyeron. No dieron ninguna explicación. El mural mostraba los rostros de cinco altos oficiales del Ejército Nacional (dos de ellos ya en retiro) con unos números sobre sus cabezas que representaban el “aporte” que cada uno ha hecho a la colección de falsos positivos de las fuerzas militares.

“¿Quién dio la orden?” se leía en el mural. Los artistas hacían parte del Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado (MOVICE), y la obra era, claramente, una expresión legítima de su reclamo de verdad y justicia. Unas tres semanas atrás, otra pared de la capital que había sido intervenida por artistas fue objeto de una censura similar. El Centro Colombo Americano decidió borrar la obra de Power Paola y Lucas Ospina en la que se veía la silueta de Donald Trump jugando a los títeres con Álvaro Uribe y el presidente Iván Duque. Algo paradójico es que la obra hacía parte del 45 Salón Nacional de Artistas, del cual el Centro Colombo Americano era colaborador.

Estos no son los únicos casos. Justo antes de la visita del presidente Duque al barrio San Felipe de Bogotá, en la que presentaría al sector como el primer distrito naranja del país, su comitiva de avanzada le exigió al colectivo Cartel Urbano que retiraran del techo de su sede una imagen de un marrano jugando con unas naranjas.

"Detrás de la libertad de expresión hay verdades contadas desde otros puntos de vista": Jessica Hoyos.

Cartel Urbano se negó y dos meses después fue allanado por la Policía con una orden de la Fiscalía por supuestos actos de terrorismo. El 2019 terminó con una pugna fuerte por el espacio público y de ello dan cuenta de sobra las manifestaciones y los cacerolazos por el paro nacional versus el vandalismo y la fuerza desmedida de la Policía.

Todos los ejemplos mencionados son dignos representantes de censura a la voz crítica de sectores de la sociedad civil y constituyen una violación a la libertad de expresión. ¿Qué es lo que anda mal cuando el escenario es la calle? ¿El ruido, las paredes rayadas, las marchas? o ¿la idea de que el espacio público sólo debe cumplir la función de ser amable, pulcro y disfrutable?

Lucas Ospina, artista y docente, fue uno de los creadores del mural censurado por el Colombo Americano en septiembre del 2019. Para Ospina, algo que alimenta esa disputa por la calle es que en las redes sociales todos somos rastreables: “uno puede compartir memes y textos, pero se puede saber fácilmente de dónde vienen y quién los puso. Vamos dejando como una baba digital. Pero en la calle no se sabe qué va a pasar”. De allí la molestia de las autoridades por no poder trazar el origen ni el impacto de esas expresiones.

Además, Ospina también señala que se concibe el espacio público de una manera paradójica: no hay problema con que las calles estén llenas de anuncios publicitarios pero sólo puede haber grafitis en unas zonas determinadas y sólo permanecerán y recibirán estímulos si sus contenidos son del agrado del gobierno.

El mural “¿Quién dio la orden?” del Movice no tenía chance de hacer parte de ningún distrito naranja. Pero esa es la menor de las pérdidas, quienes realmente se ven afectados son -somos- los ciudadanos. Yessica Hoyos, miembro del movimiento, explica: "detrás de la libertad de expresión hay verdades contadas desde otros puntos de vista".

Ante un ecosistema de medios de comunicación colapsado, la calle cobra vigencia como canal: es otro periódico, un programa más de televisión, una emisora de radio, otra red social. Es, como dice Hoyos: “el espacio para sectores y ciudadanos que queremos expresarnos pero no podemos acceder a los grandes medios de comunicación”.

Por eso es tan reprochable la censura de un mural como lo es que un grupo de accionistas, jugando un ajedrez político y económico, decida la salida de Noticias Uno porque le resulta incómodo a sectores políticos del país. O que ejecutivos decidan la salida de un grupo de opinadores de Caracol Radio que, coincidencialmente, eran críticos con algunas políticas del gobierno actual.

Eso que la gente quiere expresar, por lo cual la calle se hace urgente, la razón de los cacerolazos, los carteles y murales, no es un fastidio pasajero por el gobierno de turno. Es “la revolución de una clase media que ha sentido frustradas todas sus esperanzas a lo largo de décadas, que encuentra que el país no les cumplió, que el Estado no les cumplió”, explica Jorge Acosta, gerente de NTC.

Todas son, a fin de cuentas, la vieja pero efectiva estrategia de callarnos e imponernos la sonrisa fingida.

Aquí los medios de comunicación entran a jugar un rol potente como intérpretes objetivos o deslegitimadores de lo que sucede en la calle. La cobertura del paro es un buen ejemplo. Lariza Pizano, periodista y exeditora política de Revista Semana, reflexiona sobre la mirada acrítica que los medios nacionales han empleado para contarnos las calles durante el paro: “es una narrativa oficial en la que el paro se presenta sólo como un tema de seguridad (orden público) y no como un tema social y político. Hacen el registro de cuántas estaciones vandalizadas, heridos y hechos de violencia, pero no analizan ni tienen vocerías sobre el problema social”.

Las decisiones editoriales de adoptar esas miradas esquivas le dan la razón a aquel discurso de que el espacio público está para ser contemplado con agrado. Así lo expone Sandra Borda, politóloga y docente: “los argumentos para desalojar la protesta social son tremendamente superficiales: 'van a dañar las cosas, van a ensuciar la pared, van a dañar el árbol, no dejan pasar los carros, etc.'. Como si el espacio público se hubiese creado con el único objetivo de lucir bonito. El espacio público no puede pasar sólo por aquellos que lo quieren mantener limpio y ornamentado, como si fuera una tacita de té”.

Entonces, comunicar lo que pasa en la calle y evitar las lecturas profundas de lo que la gente está diciendo es también una forma de censura que se suma a los murales parchados o a los colectivos amedrentados. Todas son, a fin de cuentas, la vieja pero efectiva estrategia de callarnos e imponernos la sonrisa fingida. Normalmente, y en especial cuando la censura es burda, el tiro les sale por la culata. Eso les pasó a quienes buscaron impedir el lanzamiento del libro Dejad que los niños vengan a mí, de Juan Pablo Barrientos. El caso cobró tanta notoriedad que aumentó la popularidad de la publicación. Algo parecido ocurrió con el mural de Movice

“¿Quién dio la orden?” que se volvió viral y luego fue reproducido en una pared interna de Marino Submarino, un bar de Bogotá.

Justo allí, fue donde la FLIP reunió a Lucas Ospina, Jessica Hoyos, Sandra Borda, Lariza Pizano y Jorge Acosta.

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