Rafael Moreno: el periodismo que el miedo no alcanzaba
Por: María Cristina Hernández Capdevilla
Para Rafael Emiro Moreno, el periodismo era una responsabilidad pública. Desde el sur de Córdoba convirtió la denuncia y la verificación en sus tareas diarias, no como un gesto heroico, sino como una forma de rendir cuentas ante la comunidad. Su trabajo mezclaba la investigación documental con la observación directa de lo que sucedía en los barrios y las veredas, y en cada historia buscaba demostrar lo que afirmaba. “Él sabía que lo que decía era la verdad… Siempre aportaba pruebas, siempre argumentaba”, recuerda su hermana Maira, quien acompañó de cerca su vocación de servicio.
Esa convicción fue la que lo llevó a formar y representar legalmente al Grupo de Investigadores y Auditores Convencionales S.A.S., desde donde, con el respaldo de abogados, elaboró denuncias y comunicados sobre irregularidades en el sector público. Ese trabajo se difundía, junto a sus investigaciones, en el diario digital Voces de Córdoba y en su cuenta personal de Facebook, herramientas desde las que señaló contratos dudosos, obras que no se ejecutaban y decisiones que afectaban a comunidades enteras.
Para Rafael el periodismo debía ser riguroso: no bastaba con la sospecha, había que mostrar documentos, cifras, tutelas y derechos de petición. “Yo solo estoy informando a las personas, yo solo estoy denunciando las cosas que están mal hechas”, repetía, y lo decía como quien tiene la certeza del deber hecho con pruebas en la mano. En una región donde el miedo aprendió a disfrazarse de prudencia, Rafael hacía periodismo con la terquedad de quien no acepta que el miedo sea normal.
Su vida pública convivía con múltiples facetas privadas y económicas, en una mezcla entre activismo, oficio y emprendimiento. Fue presidente de la Junta de Acción Comunal del barrio La Unión en Puerto Libertador, candidato a la curul de paz en la Cámara de Representantes y una figura reconocible en la región por las obras sociales que organizaba, como la colecta de juguetes en diciembre, una costumbre que lo convirtió en una figura cercana. Tenía también pequeños negocios locales: un lavadero de carros, Rapicarnes Rafa y Rafa Parrilla, el local en Montelíbano donde, años después, fue atacado.
Quien no lo conoció podría imaginar a Rafael solo como una figura pública; quienes lo vivieron saben que su temple era clave para entender su oficio. Maira cuenta episodios que dicen más de su carácter que cualquier resumen profesional: por ejemplo, que, pese a las ofensas o ataques en redes, él repetía: “No le pare bolas, yo estoy haciendo bien mi trabajo, lo que a mí me importa”. No guardaba rencor, prefería actuar, ayudar y tender puentes. Esa serenidad no era indiferencia: era una decisión ética que le permitió sostener un trabajo que exigía resistir presiones y amenazas constantes.
También fue, dicen, generoso en lo cotidiano: regalaba lo que alguien le pedía, aunque para él fuera un objeto comprado con esfuerzo. Esa disposición a compartir atravesaba su relación con la gente y con las causas que abordaba: no denunciaba desde la torre del periodismo, sino desde la confianza que le daba la cercanía con vecinos y organizaciones comunitarias.
Rafael ejercía su oficio en un contexto que conocía muy bien: el sur de Córdoba, una región marcada por la disputa territorial, la presencia de grupos armados posdesmovilización y redes de corrupción que han convertido la vigilancia ciudadana en un ejercicio de riesgo. Las amenazas contra su vida no fueron un episodio excepcional, sino que constan en registros formales.
Frente a ese asedio, el Estado le asignó un esquema de protección: escolta, chaleco antibalas y botón de pánico. Sin embargo, la protección fue, en la práctica, discontinua. En varias ocasiones se redujeron o retiraron medidas, y el día de su asesinato el escolta no estaba presente en el local donde trabajaba. El 16 de octubre de 2022, en el barrio 27 de Julio de Montelíbano, Rafael fue atacado por hombres que ingresaron al lugar y le dispararon; murió en el sitio. Las cámaras de seguridad del local habían sido manipuladas y los autores, que huyeron en motocicleta, no han sido plenamente identificados. La investigación penal quedó a cargo de la Fiscalía, pero las circunstancias del crimen —la ausencia del escolta asignado, la manipulación de pruebas físicas— ponen en primer plano la brecha entre las advertencias que él hizo y las medidas que se tomaron para resguardarlo.
El asesinato de Rafael no fue un hecho aislado: tras su muerte, otros comunicadores de la región también denunciaron amenazas y algunos debieron salir del municipio para protegerse. El clima de hostigamiento que lo rodeó (mensajes, panfletos, seguimientos y confrontaciones directas) forma parte de un panorama mayor donde ejercer la libertad de prensa implica un riesgo tangible. Por eso su caso sigue siendo un reclamo de la sociedad para que las garantías no sean fórmulas vacías, sino acciones coordinadas y eficaces.
Hoy, su nombre permanece en las calles que recorrió, en las tutelas y peticiones que ayudó a presentar, en Voces de Córdoba y en las pequeñas obras que lo hicieron cercano: las navidades con juguetes, las gestiones para conseguir una fórmula médica urgente, las conversaciones nocturnas sobre llevar niños a la playa. “Me contagió mucho compartir”, dice Maira, y esas palabras funcionan como testamento: la apuesta de Rafael no fue solo a la denuncia, sino a tejer redes de cuidado que, en la práctica, buscaban transformar la cotidianidad.
Recordarlo es recordar a un periodista que entendió su labor como servicio y a un hombre que no separó su oficio de su humanidad. Rafael Emiro Moreno dejó un rastro que obliga a mirar con atención la protección de quienes informan desde los territorios, pero también a valorar el modo en que el periodismo puede ser, como él lo fue, un acto de generosidad y de entrega. En esa tensión —entre el riesgo y la empatía, entre la investigación y los afectos que lo sostenían— está su legado.
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