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A los periodistas nos matan varias veces

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Friday, 10 February 2023

A los periodistas nos matan varias veces

Un reportero se aparta del oficio, un proyecto cultural que aporta a la memoria no ve la luz y una emisora comunitaria se modera. Asesinar la voz de un comunicador es la primera gran herida de muchas.

Por Laura Ardila Arrieta, periodista.

Escribió Javier Valdez en su libro Narcoperiodismo que en el asesinato de periodistas el silencio gana. Cuando se cumplieron tres años del homicidio del reportero mexicano que desafió a los narcos a punta de pluma y valentía, su esposa, Griselda Triana, señaló además que la falta de justicia en estos casos agrava el estado emocional de las familias, y que, con la muerte de Javier, no solo resultaron huérfanos sus hijos: también quedaron desamparadas muchas víctimas de la violencia en México.

Parece obvio y, sin embargo, no siempre lo es: un periodista no solo perece cuando lo matan. Un periodista desaparecido, eliminado por la embestida asoladora de una acción criminal, vuelve a morir en cada pequeña o gran circunstancia definida por esa ausencia lograda a la fuerza.

Varias muertes, distintas formas de la muerte, oprimiendo las heridas abiertas de un oficio en el que, cada Día del Periodista en Colombia —y en México y en toda América Latina, región en la que el año pasado se cometió casi la mitad de los asesinatos a periodistas que registró el mundo— se volvió lugar común exponer un nuevo récord de agresiones.

Y las solas cifras frías ya no ayudan para entender bien la magnitud de lo que ocurre.

Cali se untó de tristeza e indignación cuando, en diciembre de 2020, un sicario disparó los cuatro tiros que acabaron con la vida de Andrés Felipe Guevara, periodista judicial del diario Q'hubo. 

El reportero de 27 años fue asesinado en Mariano Ramos, el barrio sede de oficinas de cobro en el que residía, después de publicar varias historias sobre una de las bandas que justamente opera en ese sector caliente del oriente de Cali. Así es que, incluso sin que su caso se haya esclarecido hoy, desde el primer momento se constituyó en otra constatación del alto riesgo que corren los periodistas inmersos en las periferias y en los territorios sin mucho Estado.

Pero, más allá, para su colega Felipe Becerra ese golpe significó la inflexión que le marcó el retiro del periodismo. Caleño, de 35 años y con una década larga ejerciendo el oficio, Becerra trabajaba entonces como editor judicial del diario El País, el más grande e influyente del Valle del Cauca. Y era el amigo, el compadre, con el que Guevara cada mañana charlaba informalmente los planes periodísticos del día.

“¿Qué tema llevás hoy?”, “¿cómo viste la portada?”, “píllate esta historia”. El compañerismo y la solidaridad. Jugaban juntos al fútbol. Iban por la obligada cerveza tras algunos cierres. Les decían “los tres Pipes”, porque eran ellos dos y un compañero llamado Andrés Felipe Carmona, los periodistas judiciales de Cali que siempre coincidían en notas y escenarios.

Antes del asesinato de Andrés Felipe, su compañero Pipe Becerra ya estaba agotado de hacer periodismo de diario y venía pensando su salida del periódico. Finalmente, con el peso de la pérdida de su amigo encima, renunció a El País y al periodismo. 

Ahora trabaja en la Fundación SIDOC del exalcalde Maurice Armitage. “Esto fue demasiado duro, ni mi familia ni yo estábamos tranquilos con una fuente que de por sí ya es complicada. Me encantaría volver a ejercer, yo quiero volver, pero si es en otra dinámica de trabajo”.

A unos quinientos kilómetros de Cali, desde Samaniego, Nariño, el docente y comunicador José Gerardo Gómez da cuenta de otra forma en la que un periodista muere más de una vez. En junio de 2019, Gómez colaboraba haciendo notas una o dos veces por semana para el programa ‘El Despertador’, que su amigo Libardo Montenegro dirigía y presentaba en Samaniego Estéreo, la emisora comunitaria del pueblo.

Un martes de aquel mes, a las 9:30 p.m., dos sicarios en moto mataron a Libardo cuando iba rumbo a su casa. Ocurrió pocos días después de que la víctima difundiera una cuña que promovía una marcha “por la paz y la vida de Samaniego”, un municipio cuyo control social y político ha estado históricamente en manos de narcotraficantes; y también de que se registrara una supuesta discusión entre Montenegro y la expareja de su novia.

Aunque en tres años y ocho meses no ha habido una condena que permita establecer si las motivaciones fueron en razón del oficio, relata José Gerardo que, como sea, el crimen de su compañero de programa ha tenido un efecto lamentable en el periodismo comunitario de Samaniego.

“La emisora tiene una pesadumbre que se siente en el aire y ya no se pueden decir muchas cosas. Por ejemplo, yo solicité un espacio para socializar la veeduría ciudadana que le estamos haciendo a una obra y nos piden callar algunas cosas, uno se siente limitado. Ya nadie puede dar un punto de vista, como lo hacía Libardo. Algunos dicen que la emisora lo hace por prudencia, otros que lo hace más bien por conveniencia”, cuenta Gómez.

Libardo era nieto de Segundo Montenegro, el fundador de la primera emisora comunitaria que tuvo Samaniego. Con su asesinato no solo callaron la voz de una institución y golpearon una libertad de expresión y prensa que ya era precaria. Los asesinos, de paso, cometieron otra agresión al provocar el desplazamiento de la madre del periodista: doña Yolanda Quintero, una auxiliar de enfermería jubilada que, a sus 70 años, tuvo que desarraigarse como medida de prevención después del homicidio. “Vive triste, extraña a su hijo y a su tierra”, comentó Wilson Montenegro, hermano de Libardo.

Tampoco están residiendo en la tierra en la que habían echado raíces los familiares de Mauricio Lezama, asesinado en mayo de 2019 en La Esmeralda, corregimiento del fronterizo municipio de Arauquita, en Arauca.

Mauricio era un comunicador, dedicado a la producción audiovisual y a la gestión cultural, que vivía en la capital Arauca y había viajado hasta La Esmeralda —mencionado nacionalmente en enero del año pasado, debido a que guerrilleros del ELN patrullaron por su centro poblado, mientras el entonces presidente Iván Duque se encontraba de visita en el departamento— a hacer un casting para el cortometraje Mayo, que estaba produciendo.

En su caso, los seres queridos repiten el deplorable lugar común de la impunidad y de la falta de investigación y resultados, con el agravante de que la escena del crimen fue alterada. Desaparecieron su cámara, su celular y los casquillos de las balas, y su cuerpo no fue levantado formalmente por funcionarios judiciales, pues estos no se atrevieron a entrar a la zona.

Mayo fue concebido como una ficción para contar la historia real de Mayo Villarreal, una enfermera y profesora de La Esmeralda que sobrevivió al exterminio de la Unión Patriótica. Y el cortometraje fue seleccionado como beneficiario de los recursos que entrega el Fondo de Desarrollo Cinematográfico (FDC).

Aunque en su momento el crimen de Mauricio generó cierta conmoción (el cineasta Ciro Guerra exhibió su foto y pidió justicia en una alfombra roja en Cannes) y había expectativa de que el corto sí viera la luz (el exsenador Gustavo Bolívar anunció con bombos y platillos por Twitter que apoyaría el rodaje), el trabajo que ocupó la mente e ilusiones del productor en sus últimos días murió con él. Al menos, por ahora. 

Tonni Villarreal, hijo de Mayo y quien concibió y empezó a dirigir el proyecto, cuenta que, desde el asesinato que obligó a parar todo, la iniciativa ha pasado por tres productores y terminó perdiendo el apoyo de Proimágenes, que es la entidad que administra y ejecuta el dinero del FDC.

El respaldo con el que hizo bulla Gustavo Bolívar nunca llegó, asegura Villarreal. Una afirmación en la que coincide la familia de Mauricio Lezama. El papá, Benhur Lezama, y la madrastra, Marta de Lezama, se mudaron de Arauca tiempo después de los hechos, en parte por prevención y en parte porque la señora se pensionó.

Ambos dicen que con la muerte de Mauricio no solo se frenó un cortometraje, sino que se acabaron lo teatrinos en los que Lezama les llevaba a niños araucanos mensajes sobre educación sexual a través de títeres; los cursos de fotografía y pintura que el gestor dictaba en su ciudad; y el sueño del Festival de Cine de la Frontera, que fundó en 2015 y solo tuvo una versión.

Y dicen también que les gustaría poder ver alguna vez Mayo en una pantalla, pero siempre y cuando “nadie vaya a verse afectado en su seguridad y mucho menos vaya a haber más vidas sacrificadas”, como dijo Laura Lezama, la única hija que tuvo Mauricio.

De pronto sí logran verlo. Tonni Villarreal no se rinde y este año quiere volver a postular su proyecto a ver si le consigue recursos. Aunque, ahora se llamará de otra manera: Mayo 1984 o La mami Mayo.

Él seguirá intentando. Porque los contadores de historias, los periodistas, quienes creen en el poder de expresarse, también viven y sobreviven de varias maneras.

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Por Laura Ardila Arrieta, periodista.

Escribió Javier Valdez en su libro Narcoperiodismo que en el asesinato de periodistas el silencio gana. Cuando se cumplieron tres años del homicidio del reportero mexicano que desafió a los narcos a punta de pluma y valentía, su esposa, Griselda Triana, señaló además que la falta de justicia en estos casos agrava el estado emocional de las familias, y que, con la muerte de Javier, no solo resultaron huérfanos sus hijos: también quedaron desamparadas muchas víctimas de la violencia en México.

Parece obvio y, sin embargo, no siempre lo es: un periodista no solo perece cuando lo matan. Un periodista desaparecido, eliminado por la embestida asoladora de una acción criminal, vuelve a morir en cada pequeña o gran circunstancia definida por esa ausencia lograda a la fuerza.

Varias muertes, distintas formas de la muerte, oprimiendo las heridas abiertas de un oficio en el que, cada Día del Periodista en Colombia —y en México y en toda América Latina, región en la que el año pasado se cometió casi la mitad de los asesinatos a periodistas que registró el mundo— se volvió lugar común exponer un nuevo récord de agresiones.

Y las solas cifras frías ya no ayudan para entender bien la magnitud de lo que ocurre.

Cali se untó de tristeza e indignación cuando, en diciembre de 2020, un sicario disparó los cuatro tiros que acabaron con la vida de Andrés Felipe Guevara, periodista judicial del diario Q'hubo. 

El reportero de 27 años fue asesinado en Mariano Ramos, el barrio sede de oficinas de cobro en el que residía, después de publicar varias historias sobre una de las bandas que justamente opera en ese sector caliente del oriente de Cali. Así es que, incluso sin que su caso se haya esclarecido hoy, desde el primer momento se constituyó en otra constatación del alto riesgo que corren los periodistas inmersos en las periferias y en los territorios sin mucho Estado.

Pero, más allá, para su colega Felipe Becerra ese golpe significó la inflexión que le marcó el retiro del periodismo. Caleño, de 35 años y con una década larga ejerciendo el oficio, Becerra trabajaba entonces como editor judicial del diario El País, el más grande e influyente del Valle del Cauca. Y era el amigo, el compadre, con el que Guevara cada mañana charlaba informalmente los planes periodísticos del día.

“¿Qué tema llevás hoy?”, “¿cómo viste la portada?”, “píllate esta historia”. El compañerismo y la solidaridad. Jugaban juntos al fútbol. Iban por la obligada cerveza tras algunos cierres. Les decían “los tres Pipes”, porque eran ellos dos y un compañero llamado Andrés Felipe Carmona, los periodistas judiciales de Cali que siempre coincidían en notas y escenarios.

Antes del asesinato de Andrés Felipe, su compañero Pipe Becerra ya estaba agotado de hacer periodismo de diario y venía pensando su salida del periódico. Finalmente, con el peso de la pérdida de su amigo encima, renunció a El País y al periodismo. 

Ahora trabaja en la Fundación SIDOC del exalcalde Maurice Armitage. “Esto fue demasiado duro, ni mi familia ni yo estábamos tranquilos con una fuente que de por sí ya es complicada. Me encantaría volver a ejercer, yo quiero volver, pero si es en otra dinámica de trabajo”.

A unos quinientos kilómetros de Cali, desde Samaniego, Nariño, el docente y comunicador José Gerardo Gómez da cuenta de otra forma en la que un periodista muere más de una vez. En junio de 2019, Gómez colaboraba haciendo notas una o dos veces por semana para el programa ‘El Despertador’, que su amigo Libardo Montenegro dirigía y presentaba en Samaniego Estéreo, la emisora comunitaria del pueblo.

Un martes de aquel mes, a las 9:30 p.m., dos sicarios en moto mataron a Libardo cuando iba rumbo a su casa. Ocurrió pocos días después de que la víctima difundiera una cuña que promovía una marcha “por la paz y la vida de Samaniego”, un municipio cuyo control social y político ha estado históricamente en manos de narcotraficantes; y también de que se registrara una supuesta discusión entre Montenegro y la expareja de su novia.

Aunque en tres años y ocho meses no ha habido una condena que permita establecer si las motivaciones fueron en razón del oficio, relata José Gerardo que, como sea, el crimen de su compañero de programa ha tenido un efecto lamentable en el periodismo comunitario de Samaniego.

“La emisora tiene una pesadumbre que se siente en el aire y ya no se pueden decir muchas cosas. Por ejemplo, yo solicité un espacio para socializar la veeduría ciudadana que le estamos haciendo a una obra y nos piden callar algunas cosas, uno se siente limitado. Ya nadie puede dar un punto de vista, como lo hacía Libardo. Algunos dicen que la emisora lo hace por prudencia, otros que lo hace más bien por conveniencia”, cuenta Gómez.

Libardo era nieto de Segundo Montenegro, el fundador de la primera emisora comunitaria que tuvo Samaniego. Con su asesinato no solo callaron la voz de una institución y golpearon una libertad de expresión y prensa que ya era precaria. Los asesinos, de paso, cometieron otra agresión al provocar el desplazamiento de la madre del periodista: doña Yolanda Quintero, una auxiliar de enfermería jubilada que, a sus 70 años, tuvo que desarraigarse como medida de prevención después del homicidio. “Vive triste, extraña a su hijo y a su tierra”, comentó Wilson Montenegro, hermano de Libardo.

Tampoco están residiendo en la tierra en la que habían echado raíces los familiares de Mauricio Lezama, asesinado en mayo de 2019 en La Esmeralda, corregimiento del fronterizo municipio de Arauquita, en Arauca.

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En su caso, los seres queridos repiten el deplorable lugar común de la impunidad y de la falta de investigación y resultados, con el agravante de que la escena del crimen fue alterada. Desaparecieron su cámara, su celular y los casquillos de las balas, y su cuerpo no fue levantado formalmente por funcionarios judiciales, pues estos no se atrevieron a entrar a la zona.

Mayo fue concebido como una ficción para contar la historia real de Mayo Villarreal, una enfermera y profesora de La Esmeralda que sobrevivió al exterminio de la Unión Patriótica. Y el cortometraje fue seleccionado como beneficiario de los recursos que entrega el Fondo de Desarrollo Cinematográfico (FDC).

Aunque en su momento el crimen de Mauricio generó cierta conmoción (el cineasta Ciro Guerra exhibió su foto y pidió justicia en una alfombra roja en Cannes) y había expectativa de que el corto sí viera la luz (el exsenador Gustavo Bolívar anunció con bombos y platillos por Twitter que apoyaría el rodaje), el trabajo que ocupó la mente e ilusiones del productor en sus últimos días murió con él. Al menos, por ahora. 

Tonni Villarreal, hijo de Mayo y quien concibió y empezó a dirigir el proyecto, cuenta que, desde el asesinato que obligó a parar todo, la iniciativa ha pasado por tres productores y terminó perdiendo el apoyo de Proimágenes, que es la entidad que administra y ejecuta el dinero del FDC.

El respaldo con el que hizo bulla Gustavo Bolívar nunca llegó, asegura Villarreal. Una afirmación en la que coincide la familia de Mauricio Lezama. El papá, Benhur Lezama, y la madrastra, Marta de Lezama, se mudaron de Arauca tiempo después de los hechos, en parte por prevención y en parte porque la señora se pensionó.

Ambos dicen que con la muerte de Mauricio no solo se frenó un cortometraje, sino que se acabaron lo teatrinos en los que Lezama les llevaba a niños araucanos mensajes sobre educación sexual a través de títeres; los cursos de fotografía y pintura que el gestor dictaba en su ciudad; y el sueño del Festival de Cine de la Frontera, que fundó en 2015 y solo tuvo una versión.

Y dicen también que les gustaría poder ver alguna vez Mayo en una pantalla, pero siempre y cuando “nadie vaya a verse afectado en su seguridad y mucho menos vaya a haber más vidas sacrificadas”, como dijo Laura Lezama, la única hija que tuvo Mauricio.

De pronto sí logran verlo. Tonni Villarreal no se rinde y este año quiere volver a postular su proyecto a ver si le consigue recursos. Aunque, ahora se llamará de otra manera: Mayo 1984 o La mami Mayo.

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