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ReportsEditorial. Callar y fingir
Colombia, de nuevo, terminó un año enterrando a periodistas. Mauricio Lezama llevaba varios meses grabando su documental Mayo, la historia de una enfermera militante de la Unión Patriótica que logró sobrevivir a un atentado en los ochenta. El 9 de mayo, en Arauquita, dos hombres le dispararon siete veces. Un mes y dos días después, a cientos de kilómetros de distancia, Libardo Montenegro fue asesinado en Samaniego, Nariño. Estaba organizando una manifestación para rechazar el regreso de la violencia a su municipio. Montenegro llevaba varias semanas informando, desde su emisora Samaniego Stereo, sobre la necesidad de avanzar en la implementación de los acuerdos de paz.
El número de funerales pudo haber sido mayor si quince periodistas amenazados no hubieran huido de sus ciudades, algunos del país. Las intimidaciones a periodistas se han multiplicado desde la firma de los acuerdos de paz. Durante los últimos tres años (2017 al 2019) fueron amenazados 583 periodistas en Colombia. En el trienio anterior (2014 al 2016) esa cifra fue de 257. Las disputas entre nuevos grupos armados han marcado zonas vedadas para la prensa: Caloto, Corinto y Miranda en el Cauca; Llorente y la zona fronteriza con Ecuador en el Pacífico; y varios puntos que empiezan en Arauquita y terminan en Puerto Asís, en Putumayo. Una serie de coordenadas que dibujan los puntos ciegos del país.
Los curtidos reporteros regionales conocen bien esas viejas formas de represión que, a finales de los noventa y principios del 2000, socavaron en Colombia la libertad de informar. Pasmadas, las autoridades han optado por un discurso que deslegitima el trabajo de los reporteros y el valor del periodismo, y que buscan imponer una narrativa de ficción. Sin embargo, los hechos están ahí para recordarnos que los periodistas han tenido, nuevamente, que exiliarse en el extranjero; que los columnistas y las voces críticas son tachados de las parrillas; y que, las palabras y expresiones gráficas son borradas de las paredes.
“Matemos la producción” dijo Juan Pablo Bieri mientras era director del sistema de medios públicos RTVC. Quería matar el programa Los Puros Criollos por las opiniones personales de su presentador, Santiago Rivas. Las intenciones de Bieri se hicieron públicas y, forzado por el escándalo, renunció. Sin embargo, el presidente Iván Duque, contrario a condenar la censura, lo volvió a integrar a su gobierno como asesor de comunicaciones a finales del 2019.
Resulta muy peligroso que algunos funcionarios del Gobierno y empleados del Estado consideren a la prensa como una amenaza a la “estabilidad de las instituciones democráticas”. Este no puede ser el discurso de un gobierno democrático, pero se ha hecho frecuente el uso de estrategias mediáticas de desprestigio a periodistas impulsadas por funcionarios que les sirven a grupos políticos. Y no son sólo tácticas de en redes sociales, también incluyen tareas de inteligencia y seguimientos ilegales que, aunque son advertidas, encuentran en la impunidad el mejor refugio.
El 2019 terminó con una lucha por el espacio público en toda Colombia, y también con preocupantes síntomas del desprecio de algunos integrantes de la Policía hacía los periodistas. Los 40 días de manifestaciones y cacerolazos, que empezaron el 21 de noviembre, terminaron con 66 periodistas agredidos. Fue el escenario más violento, de la historia reciente, contra la prensa en un contexto de protesta social. En la mayoría de los casos, los agredidos fueron reporteros que estaban grabando las irregularidades en los procedimientos policiales.
Pero a los policías no sólo les preocupaba quedar en videos, también estaban ansiosos por saber qué se decía de ellos en redes sociales. Este recelo es compartido también por jueces y congresistas que entienden las plataformas digitales como el nuevo campo de batalla y que pretenden se conviertan en un lugar diferente al espacio libre y abierto que hoy conocemos. Algunos de los proyectos que hoy están en el Congreso pretenden prohibir la publicación de cualquier tipo de dato, información, archivo, fotografía o video de otras personas sin su consentimiento expreso y por escrito. Esto volvería imposible hacer periodismo en estos espacios.
La década que empieza plantea grandes incertidumbres para la industria del periodismo colombiano. En los últimos cuatro años al menos 1.100 personas fueron despedidas de medios de comunicación. Estos recortes terminan impactando negativamente la diversidad de medios y la pluralidad de voces, requisitos indispensables para sostener una sociedad bien informada.
Este año negro deja sobre la mesa la pregunta inevitable: ¿quién va a patrocinar el periodismo en el futuro? Si la respuesta es el Estado, hay que tener en cuenta que ya hay una financiación de este tipo a los medios y que ocurre de la peor manera.
Los recursos para publicidad oficial operan sin transparencia, pocos están abiertos al concurso público y no cuentan con la correcta vigilancia. En los últimos cuatro años ocho administraciones públicas gastaron más de 660 mil millones de pesos en contratos de publicidad oficial. Más del 20% de estos recursos tuvieron como destinatarios a los medios de comunicación.
La violencia contra la prensa dejó en el 2019 nuevas cicatrices, difíciles de disimular. Pero esos ataques también se entrelazaron con otras fórmulas más sutiles por el control de la información y de las ideas, que buscan que la prensa calle y al mismo tiempo que finja y pretenda que todo está en orden. Una censura que, aunque vieja, se viste con nuevos ropajes.