Los periodistas Abelardo Liz y Felipe Guevara fueron asesinados durante el 2020. Sus casos dejaron al descubierto la violencia cruda que se siguen enfrentando los periodistas, tanto por parte de la fuerza pública como de bandas criminales.
Abelardo, en una trágica coincidencia, murió el 13 de agosto, el día del aniversario de la muerte de Jaime Garzón. El periodista indígena se encontraba en Corinto, Cauca, cubriendo un desalojo por parte de la Policía y el Ejército. En medio de las confrontaciones, resultó herido por un arma de fuego. La fuerza pública afirmó que la bala provenía de grupos ilegales que habían disparado también; sin embargo, la comunidad indígena niega que ese día hubiera habido enfrentamientos con la guerrilla.
Ni Iván Duque ni ninguna autoridad se pronunció respecto al tema. Seis meses después, el caso ha avanzado muy poco y son insuficientes las respuestas que dan la Fiscalía y el Ejército sobre el avance de la investigación. No hay ninguna garantía de que esta se esté llevando a cabo de una forma seria e imparcial.
Si quiere leer el reportaje completo sobre el asesinato de este comunicador indígena y cómo esto afecta gravemente a una comunidad, vaya a la página 7 del PDF de nuestra revista Páginas para la libertad de expresión.
Felipe tenía solo 27 años cuando fue asesinado en el barrio Mariano Ramos en Cali, Valle del Cauca. Trabajaba como periodista judicial en el diario Q’hubo, el periódico popular más consumido en la ciudad. Le dispararon a las afueras de su casa el 21 de diciembre y murió en cuidados intensivos el 23 del mismo mes.
A pesar de las reiteradas amenazas que Felipe había recibido en el pasado, la primera reacción del comandante de la Policía de Cali fue negar la hipótesis de que el asesinato estuviera relacionado con su labor periodística. A inicios de enero de 2021 se capturó a uno de los presuntos autores materiales, un joven de 16 años que negó los cargos por homicidio agravado y fabricación, tráfico y porte de armas de fuego.
Este asesinato afecta gravemente a la libertad de prensa. Es posible que luego de estos hechos, algunos reporteros prefieran alejarse de ciertas zonas y también sacar otros temas de la agenda.
Para leer la historia completa sobre este periodista, lea la página 15 del PDF de Páginas para la libertad de expresión.
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Ha pasado un año desde que Revista Semana reveló que el Ejército hizo uso de sus recursos de inteligencia para vigilar y perfilar a más de treinta periodistas nacionales e internacionales. Las carpetas contenían datos personales, laborales, familiares, de amigos y colegas. Después de la denuncia de Semana, en la FLIP conocimos catorce casos más. A pesar del revuelo que causó la noticia, hoy es poco lo que sabemos sobre el contenido de esas carpetas.
A esto se suma la falta de consenso entre la Procuraduría y la Fiscalía sobre la lista y el número de personas allí incluidas, pues la primera identificó como víctimas a 29 personas y a los miembros de cuatro organizaciones y un medio de comunicación; mientras que la Fiscalía aseguró que tan solo veinte personas habían sido las víctimas. Tampoco se sabe cuál fue la formulación de cargos hecha por la Procuraduría General de la Nación hacia los trece militares que habrían hecho uso ilegal de la inteligencia informática del Ejército para realizar estos seguimientos.
Desde la FLIP, tuvimos acceso a los testimonios de algunos de los periodistas víctimas de estos perfilamientos ilegales, para conocer el impacto individual y colectivo que generaron estas acciones de intimidación y estigmatización a la labor periodística.
Entérense de lo que se conoce de este caso en la página 9 del PDF de Páginas para la libertad de expresión. Puede acceder al documento PDF o descargarlo aquí.
El Estado colombiano nuevamente ha apuntado sus armas, recursos y capacidad de intimidación contra los periodistas. Esta situación se acrecienta en medio de la emergencia económica por la pandemia que afecta al sector de medios.
Una alarmante operación de espionaje, el abuso de la fuerza policial contra la prensa durante las manifestaciones y la actitud displicente y estigmatizante por parte de funcionarios de más alto nivel se suceden con tal flagrancia y reiteración que es imposible no asumirlo como un mensaje en el que la prensa se entiende como oposición; en el que no existe tolerancia hacia el pensamiento crítico.
El 2020 profundizó el deterioro de los medios de comunicación y del estado de la libertad de expresión en el país. La violencia contra la prensa ocurre con la misma sistematicidad y permisividad como sucedía en décadas pasadas, durante los años más oscuros de Colombia. En ciudades medianas como Puerto Libertador en Córdoba o en capitales como Arauca no existe la posibilidad de ejercer el periodismo de manera libre. A esos dos ejemplos pueden sumarse decenas de municipios donde las y los reporteros deben calcular cada noticia antes de publicarla y hacen su trabajo con la permanente sensación de que en algún momento serán amenazados.
En los últimos cuatro años, en el país han sido asesinados ocho periodistas y se han denunciado 618 amenazas; es el segundo país más letal del continente, después de México. Durante el año de la pandemia, y a pesar del confinamiento general, fueron amenazados 193 periodistas, un 10% más que en el 2019. Dos periodistas fueron asesinados: Abelardo Liz y Felipe Guevara. Esto ocurre mientras se invierten miles de millones de pesos en un mecanismo de protección que lamentablemente ha perdido efectividad y naufraga sin legitimidad, a la espera del prometido plan de reingeniería.
Esta atmósfera ha encallado a la prensa en la autocensura. Así lo admiten propietarios(as) de medios, directores y reporteros(as) por igual. Claro está que lo hacen de manera confidencial. La mayoría de las veces la sociedad, que depende de la prensa para estar informada, no se entera de la existencia de esa autocensura o puede no conocer su nivel de prevalencia entre los periodistas. Sin embargo, el precio que pagamos como sociedad es altísimo, ya que en un sistema democrático es indispensable que la ciudadanía pueda ejercer su derecho a informarse sobre cualquier tema.
Vean aquí la revista en línea.
El periodismo en Colombia es un paciente con comorbilidades y la pandemia amenaza con enviarlo a cuidados intensivos. A pesar de esto el Gobierno ignoró los trapos rojos que la empresa periodística ha batido con fuerza. Para el presidente Duque las prioridades están en otros asuntos. Por ejemplo, instalar un nuevo paradigma, normalizar su burbuja informativa y forjar una engañosa interlocución directa con la ciudadanía. Ha gastado al menos veintiséis mil millones de pesos en priorizar su comunicación institucional y la trata como si fuera superior a la pluralidad que ofrece el periodismo. Esta agresiva estrategia fortalece el riesgo de prácticas de propaganda sin precedentes en el país.
En las primeras semanas del 2021, se dieron algunas señales de que finalmente el Gobierno adoptará medidas económicas para el sector, de no ser así, la supervivencia de muchos medios de información, la pluralidad y el futuro del periodismo profesional se podrían ver en entredicho.
Las decenas de periodistas que fueron objeto de seguimientos y espionaje entienden que para el Estado ellos son los enemigos. Eso mismo asumen los reporteros de los medios comunitarios y los comunicadores indígenas que lloran cada que asesinan a uno de sus compañeros. Así mismo los ciudadanos que se atreven a preguntar. La única oportunidad que tiene este Gobierno de quitarles la razón es investigando y que las víctimas conozcan la verdad, como constantemente lo ha prometido. Sin embargo no lo hace y las preguntas persisten, ¿quién dispara? ¿quién amenaza? ¿quién dio la orden de los perfilamientos?
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